EL EXTREMO DE LA BALA

15/OCT/10 – 15/NOV/10

Curador: REWELL ALTUNAGA

La primera década del siglo XXI termina y nos ha dejado un sabor a incertidumbre. Comenzó con un mal presagio; un error que pudo producirse en el territorio más desarrollado creado por el hombre hasta el momento: la virtualidad. Una fisura en la meca de la globalización. El primer segundo del primer día del nuevo milenio amenazaba con un caos cibernético que se corrigió a tiempo; no así las promesas que se hizo la humanidad de no arrastrar con errores precedentes. El milenio no sólo se presentó heredero de guerras, desastres ecológicos y otros trastornos de gran intensidad que, se pensaba, desaparecerían en el siglo XX; también amenaza con marcar el fin de la especie humana.

La paradójica situación en que se encuentra el hombre actual lo ubica en un estado de conciencia disociado que no le sirve de respaldo para leer el presente de un mundo que jamás ha sido capaz de comprender. Los síntomas del escepticismo nunca han emergido más agudamente que hoy día. La humanidad no ha tenido antes tal conciencia de su iliquidez para desentrañar sus propios signos de existencia. Hemos sido capaces, quizás, de entender aquello que hemos creado: las materias, nuestras estructuras y sistemas. Hasta ahí nos ha permitido acceder el pensamiento racional y quizás esa compresión sólo sea una ilusión ególatra. Todo cuanto nos ha precedido sigue siendo un enigma. El universo, la naturaleza y la vida son misterios que sólo atinamos a denominar y clasificar con conceptos y códigos para facilitar la comunicación, pero es evidente que esas claves no han funcionado para establecer vínculos perdurables de armonía con las esencias universales.

La humanidad participa hoy de una dimensión simbólica cada vez más absoluta. Vivimos un mundo sobrecodificado y, por ello, engañoso que hace proliferar su estructura rizomática. Sumergidos en la metáfora de la representación, atribuimos a las imágenes valores que estas no poseen. Estamos reconstruyendo constantemente las dimensiones existenciales de una realidad cada vez más perceptiva, dejamos de ser habitantes de nuestro mundo y nos convertimos en espectadores de mundos fingidos. Ese “autoengaño”, ese esfuerzo por mimetizar la naturaleza de la representación y traspolarla a la realidad-entorno, nos ubica como observadores en el universo de lo representado, en una dimensión escópica, más onírica desde lo visual y más simbólica desde lo cultural emergente. Alienante, el milenio irrumpe en una psicodelia mediática total,  que nos distancia de nuestras prioridades como seres humanos.

Deudora de la historia cultural del siglo XX, en particular del pensamiento de los últimos veinte años, en los que se trasciende el contrapunteo entre las corrientes positivistas y marxistas y antinomias tales como vanguardias / neovanguardias, autoría / muerte del autor, originalidad / apropiación, rupturas modernas / retornos postmodernos, la actualidad nos enfrenta a un mundo multiestratificado en términos de re-presentación y re-interpretación de diferentes realidades simbólicas, en las que coexisten todas las formas de la visualidad, desde las llamadas bellas artes o clásicas, basadas en la encarnación objetual; la imagen fotográfica con su técnica “fiel” de registro; la condición temporal de la imagen audiovisual; y la imagen electrónica de dimensiones hasta el momento desconocidas.

El mundo, tal y como lo hemos conocido a través de la historia, ha cambiado definitivamente. La realidad cada vez es menos histórica y más inmediata. Estamos atrapados en un entramado de información e imágenes que induce a aceptar el medio en que vivimos como un gran mito, cada vez más lejano de sus orígenes. Se ha hablado del fin de la historia. En la actualidad se erigen, unas tras otras, las ficciones que tornan obsoletos los significados del pasado, con el tiempo, lo ocurrido entra en la categoría de lo inventado. La historia es un género literario[1]. El pasado y el presente languidecen ante un escenario co-histórico y mediático en el que puede verse la lucha, el secuestro y la liberación de un presidente con la misma intensidad dramática que sustenta las películas de ficción más taquilleras. Esta es la era del reality show y el real time, nosotros todos, somos los personajes, el futuro está siendo modelado.

El pensamiento del siglo XXI no puede ser el del viejo milenio. Está regido por nuevas estructuras, nuevos paradigmas y nuevas decepciones. Los supersoldier primermundistas de esta década van a la guerra guiados por GPS, escuchando música en formato digital como soundtrack, en una escena épica o dramática que capturan con videocámaras  ̶ acopladas al casco o al fusil ̶   y luego colocan en youtube y linkean a sus blogs bitácoras. Se divierten. Los jóvenes “juegan” esas mismas guerras en una interface muy realista, con guiones hollywoodenses que muestran una versión hegemónica y tergiversada de la historia. Graban sus videos y también los suben a la web. Se divierten.[2] En tanto, el planeta se agita entre desastres naturales, crisis económicas, enfrentamientos bélicos y terrorismos; nosotros bailamos techtonik, reggeton y technocumbia. Consumimos imágenes más rápidas y versátiles, más banales y de menos contenido: Nos acercamos cada vez más a eso que llaman la «alta definición» de la imagen, (…) mientras más lograda la definición absoluta, la perfección realista de la imagen, más se pierde el poder de la ilusión.[3]

Las ilusiones de esta generación son las mismas de las anteriores, no somos menos comprometidos ni menos atrevidos. Simplemente experimentamos un cambio (lógico) de actitud. Nos hemos formados con malos ejemplos. Vivimos en un período marcado, sobre todo, por nuevas posturas sociales, políticas y estéticas. Hoy nuevos mecanismos comunicacionales empequeñecen la tierra y producen como resultado una sociedad homogénea y menos impresionable. En un planeta sobreexpuesto[4] de imágenes e información queda atrás el análisis sobre lo trascendentalmente humano. [5] Tenemos nuevas ilusiones pero no nos aferramos, somos desprendidos y dudamos de los viejos axiomas. No nos interesa vivir muriendo sino morir viviendo, aún padecemos el pesimismo entusiasta[6] que mantuvo la humanidad el siglo pasado. El polvo y las piedras manchadas por miles de años de guerra y de mentiras nos han legado un gran escepticismo. Somos una generación que debe aprender a no vencerse, a no inmolarse, que debe establecer una lucha intrínseca contra el ego y la vanidad. El pensamiento contemporáneo debe reencontrar el optimismo.  La lucha ha de ser cada vez más silenciosa, en nuestras mentes, en nuestros sentidos.

Los procesos globalizadores, acelerados con la proliferación de redes sociales y comunidades online, demuestran que el conservadurismo quedó desfasado ante  incontenibles permutaciones cognoscitivas; estas nos enseñan que la diversidad ha de ser la ideología del futuro y que los contagios culturales (esta vez sin antídoto) apuntan a una holística coherente en la que compartamos y apliquemos sistemas de pensamiento y prácticas de cualquier parte del planeta; o quizás nos dirigen a un desorden arbitrario en el que cualquiera desde un pequeño dispositivo electrónico pueda establecer discernimientos descabellados que lleguen a ser atendido en cualquier lugar del mundo sin tamices éticos o estéticos. Es responsabilidad de quienes nos desenvolvemos  en el medio de la cultura, desde los artistas e intelectuales hasta los que funcionan como parte de la institución arte, hacer de guías y chamanes espirituales en un mundo que está regido por la visualidad y la información.

La ya histórica postmodernidad nos mostró un pluralismo insipiente y fragmentado, organizado por neo-tendencias y post-movimientos, y estructurado en términos que establecían límites a las hibridaciones que antecedieron el actual período cultural, en el que se entrecruzan referencias historicistas de la realidad inmediata y de las ficciones mediáticas y sociales. El arte actual refleja esa hiper-pluralidad ya no sólo de géneros, también temática y conceptual, que se apropia, gracias a los nuevos medios de comunicación e información, de los más diversos sustratos culturales y forma una red cada vez más homogénea desde la variedad que evidencia.

Si en el siglo pasado se podía definir con cierta nitidez la producción artística en determinadas zonas geográficas, pues aún en el momento de mayor diversidad  durante las últimas dos décadas en las que “todo era válido” emergían estéticas “definibles” como arte caribeño, latinoamericano, africano, asiático o europeo –los libros de Historia del Arte enumerarían al revés—, en la actualidad las prácticas visuales apuntan hacia una desdefinición territorial y los artistas hacen obras cada vez menos locales o, al menos, estas no muestran síntomas evidentes de originalidad e identidad. Más allá de códigos epidérmicos y estereotipos culturales las obras intentan dialogar a partir de los postulados esenciales en los que se basa toda construcción artística.

El arte está muriendo nuevamente. La actual crisis del mundo no lo afecta; se nos presenta inmune, una burbuja que no explota y crece cada día como último baluarte neoliberal. La gula de una sociedad consumista está devolviendo al arte su viejo espíritu de modernidad; que se levanta sobre el cadáver ilusorio del fugaz periodo postmoderno. Cada vez encontramos menos lo que tratamos de escrutar del arte contemporáneo, la poesía también es un recurso que se agota.

La creación artística debe adjudicarse la responsabilidad de hacer poético y reflexivo a los procesos sociales del mundo contemporáneo, asumiendo como vía efectiva para la transformación social, la proliferación de líneas de resistencia a las formas existentes de poder. Más que buscar su derrocamiento, se trata de subvertir y parodiar estéticas preconcebidas, de socializar induciendo a la reflexión. Los medios de comunicación e información actuales, nuevos elementos de consumo, no son objetos de uso ni herramientas, más bien integran las propias estructuras del habitar y de la producción de significados. La actual tecnología no colabora en la acción del vivir, sino que es el lugar donde también se desarrolla la vida, y por ende un nuevo espacio de enfrentamientos culturales e ideológicos, un nuevo campo de batalla.

En este sentido no creo que exista un nuevo “retorno” a un arte esteticista o un “regreso” de lo político en el arte. Ya se ha especulado sobre la vuelta a la abstracción,  la supremacía del video, la nueva pintura, entre otras supuestas regresiones de posturas, tendencias y géneros, que simplemente han estado coincidiendo todo el tiempo. Estas competencias propias del siglo pasado, que aun asoman como rémora modernista, se están desplazando por una coexistencia que ya estos primeros diez años han demostrado. Reconfiguración no solo privativa del  mundo del arte, evidencia que las sociedades actuales deben apostar por una globalización integradora en términos de una sensibilidad verdaderamente humana; y que el arte, desde el culto al popular, es también un arma que se debe aprender y enseñar a utilizar, como lo han hecho nuestros predecesores, solo que esta vez la lucha no se ha de emprender  contra otros seres humanos, sino por la humanidad.

 

[1] Casares
[2] La industria del videojuego supero enormemente desde hace años, en producción y consumo a la del cine y, por supuesto, a las demás formas de arte.
[3] Baudrillar, Jean. La ilusión y la desilusión estéticas.
[4] Virilio, Paul. La ciudad sobreexpuesta.
[5] “La metrópolis actual, neo-geológica, como el “Monument Valley” de alguna era pseudo lítica, es un paisaje fantasmal, el fósil de sociedades pasadas cuyas tecnologías estaban íntima­mente ligadas a la transformación visible de la materia, un proyecto del que las ciencias se han apartado en forma creciente”. Virilio, Paul. La ciudad sobreexpuesta.
[6] Ortega Campos, Pedro: Notas para una filosofía de la ilusión.